Don Agustino llegó al Perú a finales del siglo XIX. El inmigrante italiano preparaba chocolates y dulces artesanales en una época en que la calidad se amasaba a mano y se vendía a pie. Con el tiempo, la empresa familiar amplió el portafolio y, en 1930, se lanzó a fabricar helados.

Con una carretilla amarilla, los heladeros recorrían los barrios pedaleando. Para anunciarse comenzaron a usar una corneta de aire que, con los años, se volvió parte del paisaje sonoro del verano. Don Agustino jamás habría imaginado que ese sonido terminaría convirtiéndose en un ícono cultural, tan peruano como la mazamorra o el pisco.

Pero no todos celebraban la melodía de la corneta.
Al ingeniero Alfredo Zamudio lo sacaba de quicio.

El cuadriculado sexagenario, de cuerpo robusto y bigote de digno volumen, vivía en una casa de dos pisos en la urbanización Las Magnolias. Cada mañana salía a comprar el pan junto a su esposa, quien, a paso ligero, lo parecía perseguir mientras se detenía por momentos a saludar a las comadres e intercambiar los chismes de cuadra.

En el trayecto de ida, Alfredo recogía piedritas. Las examinaba como geólogo obsesionado y las guardaba en el bolsillo. De regreso, mientras su mujer le resumía las novedades del vecindario, él revisaba de nuevo sus hallazgos, uno por uno, al mismo tiempo que ambos pellizcaban el pan.

—Ya no quiero las redonditas. Ahora necesito las filudas.
—A mí se me hace, Alfredo, que él no la respeta.
—Esta es muy redonda, ¿ves?, muy lisa.
—¿Cómo va a irse toda la semana? La deja sola con los mellizos…
—Me quedo con estas tres nomás.
—… y encima el manganzón del mayor, que ni estudia ni trabaja.

Al volver a casa, el ingeniero subía al dormitorio y colocaba las piedritas en una esquina del cajón de su velador. Ahí se amontonaban junto a otras que había ido coleccionando. Sobre el velador, tres marcos platinados exhibían los retratos de sus hijos, uno al lado del otro. Detrás de dichas bendiciones, reposaba una resortera profesional con banda de goma, estructura de acero inoxidable y mango ergonómico en madera pulida.

Después del almuerzo, antes de retomar sus actividades de consultoría —que despachaba desde el antiguo dormitorio de su hijo mayor—, el ingeniero dormía siempre una siesta de veinte minutos. Su esposa descolgaba los teléfonos para evitar que alguna comadre interrumpiera la rutina. Ella se escondía en el cuarto más lejano para ver su novela brasilera.

Fue entonces, en una de esas siestas, que el descanso del ingeniero Zamudio se vio interrumpido por un cornetazo estruendoso. El autor no podía ser otro que el heladero Raúl.

En el barrio, Raúl era querido por todas las generaciones. Los más jóvenes lo esperaban a la salida del colegio para anotarse un helado más a la incobrable cuenta de sus padres. No faltaba el que se subía a la carretilla para dar una vuelta o el que le robaba la gorra amarilla. Raúl nunca les prestaba su corneta.

En los institutos vendía cigarrillos a las estudiantes de secretariado y computación. Con ellas compartía audífonos, risas y canciones, rozándose los cachetes. Él nunca se quitaba la gorra; ellas nunca subían a la carretilla. Pero bien que las dejaba soplar la corneta.

Al final de la tarde, dejaba la carretilla en la bodega de su tía, se arrancaba dos plátanos maduros y se los comía camino a las canchas de fulbito. Después de cada partido, entre cerveza y cerveza, intentaba cobrarse algunas cuentas vencidas para luego auspiciar la última ronda. Raúl era querido en el barrio por todas las generaciones.

Esa tarde, el ingeniero Zamudio se irguió de la cama como un soldado saliendo del escondite arma en mano. Asomó medio cuerpo por la ventana y encaró al heladero, justo cuando este lanzaba el segundo cornetazo.

—¡Oye, porquería! —gritó el ingeniero—. ¡Anda a soplarle la corneta al burro!
—¡Baja, pues, burro de mierda, que te soplo la corneta en la cara!
—¡Ayer bajé para soplarte de una patada…! —ajustó la piedra en la goma de la resortera— ¡pero te desapareciste, enano cobarde!

Los insultos iban y venían. Raúl se había detenido frente a la casa del ingeniero, mostrándose como blanco perfecto. Alfredo tensó la goma, apuntó directo a la gorra amarilla y disparó.

—¡¿Ya ves, gordo pajero?! ¡Fallaste otra vez!

Alfredo extendió la mano y eligió un proyectil filudo de los que recogió por la mañana. Raúl retomó el pedaleo entre risas, pero una piedra le alcanzó el brazo, dejándole un corte inmediato y desatando un grito de victoria desde el segundo piso.

—¡Baja, gordo de mierda! —reclamaba el heladero mientras pateaba la puerta del garaje y los vecinos iban llenando las ventanas.
—Vuelve a patear la puerta, enano cojudo, y esta vez te disparo en la cabeza.

Raúl siguió pateando hasta que Alfredo salió por la puerta principal como toro recién liberado, los ojos rojos, jadeando e inflando una burbuja en la nariz. Los vecinos ocupaban ya la primera fila; otros tomaron el mezanine. Los intentos por llamar a la esposa del ingeniero se perdían entre el teléfono descolgado y la novela brasilera.

—¡A ver, pues! ¡Ven, conchetumare, ven! —se midieron los rivales.

El ingeniero no demoró en madrugar y lanzó una patada “Ap chagui” directa, de sus épocas en la academia Su Yong Kim, cuando practicaba Tae Kwon Do. Raúl, en cambio, mostraba una guardia mutante. Una mezcla de salsa cubana y fulbito. Sus puños dibujaban círculos en el aire mientras rodeaba al ingeniero.

La “Ap chagui” impactó en el pecho del heladero, quien ya sangraba por el disparo de la resortera. Pero sin achicarse, encajó sus nudillos en la mandíbula del ingeniero, tumbándolo al piso con el primero y repartiendo los demás sin misericordia mientras intentaba montársele encima.

Entre el desorden y los gritos, un golpe seco resonó en la pista. Raúl había caído de nuca. Alfredo se detuvo. Intentó disimular una patada a medias, pero al notar que su rival no abría los ojos, se puso blanco. Miró desconcertado a los vecinos. Estos se tapaban la boca.

—¡Despierta, Raulito! —suplicó con ternura, sosteniéndolo en sus brazos—. Era broma, hermanito… toca la corneta, toca la corneta…

Raúl abrió los ojos y Alfredo lo dejó caer nuevamente.

—¡Huevón, me has asustado! —le reclamó, sentándose en el sardinel.

Raúl se incorporó, pasó la mano por la cabeza y limpió la sangre del labio. Caminó hacia el ingeniero y se sentó rozando hombros a su derecha.

—¿Quieres un helado?
—¿Tienes Donito de lúcuma?
—Sí, chapa nomás.

Alfredo sacó dos y ambos tomaron sus helados como dos infantes esperando que los recojan de la guardería.

—¿No pueden tocar unas campanitas en vez de la corneta?
—No es mala idea, ingeniero… la verdad que no es mala idea.

A la mañana siguiente, las comadres descargaban los chismes del barrio como disparando piedras desde una resortera.

Una respuesta a “La Corneta”

  1. Buenisimo!

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