Para llegar a las cuevas de San Antonio debías cruzar al menos unos quinientos metros de playa virgen, entre unas olas que reventaban como coches-bomba y unos cerros antropomorfos. En esas laderas rocosas, los cerros de San Antonio se me aparecían como rostros de gigantes dormidos, roncando con cada golpe de ola que explotaba en la orilla.

Medio kilómetro no parece mucho, pero a finales de los noventa, la sureña filial del Club Regatas no contaba con las acomodadas instalaciones de ahora. Además, en ese entonces uno no llevaba tampoco las distracciones del celular. Así que las caminatas a las cuevas siempre se volvían anecdóticas. Especialmente de noche.

Yo tenía doce años. Mi papá había armado, con mucha fe, al igual que el año pasado, nuestra indestructible carpa verde militar, con estructuras ya oxidadas y los cierres pidiendo perdón. Ese año nos tocó justo al lado de la familia «Coleman«. Una familia de huevonazos con carpa Coleman, toldo Coleman, coolers Coleman, mesas y sillas Coleman. Tenían además un generador eléctrico, cocina, televisión y otras tonterías inútiles que opacaban todo intento emocional de conectar con la naturaleza.

Con mis dos amigos salí del campamento rumbo a las cuevas después de cenar tallarines con tuco, galletas de soda con atún y unos hot dogs quemados, que a duras penas el tío Jaime logró salvar entre cerveza y cerveza.

Gonzalo quería llevar linternas.
—No seas cabro —le reprochamos.
Total, teníamos a Viale con nosotros.

A los doscientos metros de oscuridad absoluta empezamos a pensar en silencio en esas linternas, mientras escuchábamos a los cangrejos burbujear, salivando la posibilidad de hacerse de nuestros cadáveres antes de que la policía nos encuentre. Pensábamos en las linternas cuando el viento hacía bailar los plásticos que cubrían los arbolitos nuevos. De lejos, parecían la Llorona llamándonos. “Nos confunde con su hijo”, dijimos, mientras esquivábamos a la señora. Pensábamos en las linternas cuando, desde la gruta de la Virgen, parecía venir un llanto de bebé al que nunca socorrimos por habernos convencido, con miedo, de que era un gato al que le rompieron el corazón demasiado pronto.

Ya para cuando llegamos, descubrimos que no peregrinábamos solos. Venía detrás una parejita de tórtolos que se detenía a besuquearse en el camino. La luz de sus linternas nos dio el coraje de entrar a la cueva y escondernos.

La pareja, que parecía de unos cuarenta y pico años, se quedó en la entrada, discutiendo si pasar o no. Entendimos rápido que se trataba de un «affaire«.

—¡No entro ni loca! ¿Y si tu mujer está ahí esperándome con una sartén?
—¿Ahora no vas a entrar? ¡Si tú tuviste la idea!
—No señor, fuiste tú, cuando viajamos con los chicos al campeonato de Piura y no te abrí la puerta porque ya estabas borracho.
—Entonces me la debes. ¡Entra!

Nosotros estábamos escondidos hacia la parte izquierda de la cueva, donde conocíamos un cuartito al que se entraba arrastrándose.

Entraron despacio, linternas en mano. La arena estaba fría y húmeda. Se preguntaron por los murciélagos, pero solo encontraron papeles higiénicos y botellas vacías.

—Pongamos las toallas aquí… más allá seguro han meado.
—Me está dando asco —dijo ella—. Huele a caca. Me quiero ir.
—No, no. No hay que echarnos. Así nomás, parados.

Él rebosaba de una calentura ya muy juvenil para ese nivel de impuestos y responsabilidades. Ella se dio la vuelta. Apoyó sus manos con asco sobre la pared rocosa. Él, con el short en los tobillos, con una mano le apretaba el rollo de la cadera, y con la otra parecía buscar algo entre sus pelotas.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no empiezas?
—Espera… he tomado mucho, creo que necesito un «ayudín».

Viale quería estallar de risa. Yo sentía su mano triturándome el hombro. Gonzalo se había hecho bolita detrás de nosotros.

Tenía que hacer algo. Era mi deber moral. Pensé entonces en el gato y opté por imitarlo.

—Miau.

Hubo silencio.

—Miau.

—¿Escuchaste? —dijo él.

—Eso no fue un gato ni cagando. Vámonos —dijo ella.

Las linternas no nos alcanzaban. No sabían de nuestra cueva lateral. Cuando ya se estaban acomodando los shorts, rematé desde la oscuridad con la voz más infantil y femenina que pude:

—Mamá… ¿eres tú?

Después de gritar, él salió primero, dejándola atrás.

—¡Regresa, infeliz! —le reclamaba ella mientras corría por alcanzarlo.

La vimos tropezarse con sus propias sandalias hasta la orilla, mientras la mirada de la Virgen los juzgaba desde su gruta.

Medio kilómetro no era mucho.

Y menos aún si uno ya está acostumbrado a huir.

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