Durante los veranos del club, mientras nuestros padres trabajaban, nosotros éramos una pequeña república de chibolos semiabandonados. Entrenábamos dos veces al día. Y en los ratos muertos, se escribían los capítulos inevitables de una infancia vivida en una de esas burbujas limeñas de entonces.

Fue en ese paisaje sin supervisión donde apareció Rómulo.

Siempre tan amable, tan sonriente, con una inquietante facilidad para recordar nuestros nombres. Se acercaba al grupo, saludaba con el entusiasmo exagerado de un tío lejano, y luego, con una maniobra sigilosa, se llevaba a uno aparte:

—¿Cuál es tu comida favorita?

A los once pensábamos que quería ganarse nuestro afecto. Que era uno de esos viejos que querían volver el tiempo atrás.
A los doce ya lo encontrábamos medio raro.
A los trece, directamente nos incomodaba.

—Sigue en pie la invitación a almorzar a mi casa. ¿Qué les provoca tomar, chicha o cervecita?

Rómulo nunca fue explícito. Nunca agresivo. Solo ansioso. Demasiado ansioso.

Decía conocer a nuestros padres de toda la vida. Que nos había visto crecer en el club. Que estaba en todo porque quería ayudar. Por eso también lo veíamos en la organización de las procesiones del Carmelitas y en los ensayos de Confirmación. Era muy religioso, al parecer.

—Nos encontramos acá en el club, yo los llevo y volvemos a bajar después de almuerzo.

Una vez Michael lo agarró de punto. Quizás por defensa. Quizás por venganza.
Lo bautizó públicamente, entre las canchas de frontón, como Rósculo.

Y cada vez que lo veía a lo lejos le gritaba:

—¡Róóósculoooo! ¿¡Y el almuerzo!?

Curiosamente, por más que la broma se volvía cada vez más explícita, nadie decía nada. Nadie preguntaba. Nadie lo frenaba.

A esa edad no sabíamos si algo olía mal. Lo convertíamos en chongo solo para no asustarnos.

Una de tantas veces, Rósculo se metió en plena pichanga. Abrazó a los defensas, al arquero. Quería jugar, pero no con la pelota.
A mí me abrazó de tal manera que, al intentar zafarme, me partí el labio.
Ian, que siempre cargaba una fuerza imposible de explicar, lo empujó con un golpe seco. Tan seco, que Rósculo no volvió a aparecer en todo el verano.

Cuando volvió, lo hizo como si nada.
Decía que ya había “perdonado” a Michael por sus burlas. A Ian, por empujarlo. Y a mí, por resistirme a su amistad.

Su amor era infinito.
Era un ángel caído en el club.

Nunca supimos si alguien realmente aceptó su invitación.
Decían que un tal Sandro, ex de alguna prima, había almorzado con él y despertado sin recuerdos.
Rumores, tal vez. Pero útiles para no aceptar la invitación.

Pero igual, cuando lo veíamos acercarse a nuestra sombrilla, o merodear la piscina, nos escondíamos.
Una vez le tiramos globos de agua desde el mezanine.
Siempre supo que habíamos sido nosotros.
Y siempre nos perdonó.

Veinte años después, me lo crucé en Wong, el de Benavides con República de Panamá.

Estaba más viejo. Como si la ansiedad lo hubiera ido secando.

Le pregunté si seguía en pie la invitación. La que había quedado en arroz con pollo e Inca Kola.
Me dijo que por supuesto. Que cuando yo quisiera.

Esa misma semana, marzo de 2020, cerraron todo.

Nunca más lo vi.

Hace poco me enteré de que falleció.

En el grupo de Facebook del club, todos lo recordaban con cariño.

Por un momento, sentí pena.
Quizás habíamos malinterpretado todo.
Quizás era solo un tipo con hambre de compañía.

Quizás no.

Y si ese era el caso, que se pudra en la memoria de los que callaron.

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