Somos lo que queda cuando dejamos de fingir lo que creemos que somos.

Lo pensaba mientras observaba sus orejas moverse al compás de su mandíbula.

Yo, por el ángulo, no alcanzaba a ver más allá de su lomo.
Su columna vertebral dibujaba una ‘S’,
tal vez por una vieja escoliosis
o por la manera con que se había tendido sobre la tierra.

Las hierbas, secas aún, se clavaban como agujas en mi glúteo izquierdo,
mientras la bestia me iba desollando con parsimonia,
hundiendo el hocico entre mis muslos con una delicadeza perversa.

¿Cuántos años tendrá ella?
¿Será mayor que yo?, me pregunté.

Luego dolió.
Grité.

Y entonces subió la mirada.
Sus ojos eran hermosos.

Vi mi sangre salir a borbotones,
pulsando con ritmo.
Ahí supe que mis latidos estaban acelerados.
Tal vez era la adrenalina.

Ya se había devorado media pierna.
Luego me plantó las garras en el pecho.

Sus colmillos se hundieron a la altura de mi vejiga.
La piel se abría en hebras elásticas, como queso fundido.
Era el mismo gesto lento y obstinado de una lasaña recién cortada,
cuando la porción se niega a desprenderse de la fuente
y deja tras de sí hilos tibios de pertenencia.

Las vísceras escapaban en pánico.
Parecían pulpa de granadilla,
pero por la sangre no me provocó probarlas.

A ella, en cambio, le fascinaban.
Emitía un sonido gutural, casi gozoso,
mientras deglutía mis órganos.

Su cuello era largo, musculoso.

La acaricié.
No me dijo nada.

Cuando la visión se me nubló, supe que estaba cerca del final.
No quería dejar de verla.
No quería olvidarla.

Le rasqué detrás de la oreja.
Me pareció que se ofendía.
No pude distinguir si fue una risa o un rugido.

Todo se volvió frío
y oscuro.

A la mañana siguiente no desayuné.
Salí corriendo a trabajar, con el café en la mano.

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